El entierro - por Kelvin I. Márquez Traverzo

 

En la lápida no había ningún nombre…todavía. Y por primera vez siento miedo de continuar. Después de quince años, lejano me parece aquel 2009 el cual fue mi primer año en la universidad. La profesora de la clase de español dio como tarea escribir un cuento de una página. Para mí era una tarea imposible pese a llevar toda mi vida leyendo. Así fue como nació él. De repente y con una idea bastante trillada pero con un tono cómico y mucha fantasía. Eso sí, me comí todos los acentos habidos y por haber pero salí bien en la clase. Hace algunos meses rescaté ese cuento al cual llamé “Una invitación a Transilvania” y de una página logré extenderlo a poco más de dieciocho e incluso escribir una continuación. Fue mientras lo corregía cuando me di cuenta de que todo debía cambiar.

No niego que muchas de las ideas de las historias que he escrito han sido gracias a su ingenio. Sí, un ingenio que a la larga no ha servido de nada ya que la gran mayoría de esas historias yacen inacabadas, cogiendo polvo sobre montones de libretas. ¡Y todavía pretendía que Sydney Sweeney fuera la actriz que participara en la película de “La venganza de Lady Constance” si algún día llegaban a grabarla! Según su pensar ella es hermosa y talentosa. Sé que tiene razón, no lo dudo, pero la cuestión es que es imposible hacer una película sobre una novela inacabada por no decir apenas comenzada. Todo sin contar que Hollywood esta tan en la mierda que lo más seguro le dan el papel de Constance a Henry Cavill o a Terry Crews.

En conclusión la señorita le quedó grande y eso ha hecho que se convierta en una piedra en mi zapato. Y es una piedra molesta que ya no pienso tolerar.


Costó bastante escribir en la lápida pues la piedra era tan lisa que el cortafrío cedía para otro lado ante cada martillazo. Tardé al menos media hora y al terminar contemplé de lejos mi obra. Algún día una lápida llevará mi nombre también y al fin descansaré de la agonía que representa estar vivo. No pude evitar soltar una carcajada. Unos ancianos que caminaban cerca me observaron escandalizados y se alejaron lo más deprisa que pudieron.

—Un día estaré aquí también, viejo amigo. Aunque mi vida ha resultado ser más larga que la tuya, al fin y al cabo —dije en voz alta, rompiendo el silencio—. No es nada personal pero debes entender que me harté de ti.

Tomé una caja de zapatos que descansaba sobre la hierba, al lado de la pala. Dentro, varios lápices rotos se movían entre las cenizas de decenas de papeles. Volví hasta la lápida y dejé la caja en el agujero que había cavado frente a ella para luego dedicarme a cubrirla. Con cada montón de tierra que caía sentía una alegría que me aterraba y a la vez me maravillaba.

Una vez terminado el trabajo observé el fruto de mi labor. La lápida se alzaba frente a un rectángulo de un metro de largo por medio metro de ancho. En la tierra recién excavada y húmeda, las lombrices se retorcían intentando regresar a las profundidades. «Comerán cenizas», pensé sin evitar una sonrisa que se convirtió al instante en una mueca: me dolía la espalda y tenía las manos cubiertas de ampollas. La camisa sudada se me pegaba a la espalda. La sed era tremenda. Pero aún debía mostrar mis respetos. Después de todo, era lo correcto. Así que bajé la cabeza y guardé silencio. Y en ese rato fueron muchos los pensamientos que llegaron a mi mente. Recordé cosas que había olvidado a la vez que olvidé cosas que sabía, enterrándolas junto a la cajita. Incluso derramé unas lágrimas que no sabía si eran de dolor o de alegría o quizás de ambas.

—Descansa, viejo amigo. De lo demás me encargo yo.

Ya estaba anocheciendo cuando me alejé de la tumba de Ryan Infield Ralkins quien ya no volvería a escribir ni un relato más.

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