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El principio de la venganza de Lady Constance

              Lady Constance miraba por la ventana. Apenas estaba anocheciendo. Una sombra de preocupación afeaba su rostro. Ya habían encendido los faroles cuya luz amarilla iluminaba la siempre solitaria calle. Un coche tirado por caballos esperaba junto a la acera y el cochero aguardaba a su lado, fumando mientras el humo subía en espirales.             Con un suspiro, dejó de prestar atención a lo que acontecía afuera y en cambio fijó su vista en su propio reflejo, que le mostraba el cristal. Una joven de cabello rizado rojo, cejas arqueadas, ojos verdes y labios delgados, finos y rojos le devolvía la mirada. Arregló su cabello, dejando que cayera por su espalda como una cascada escarlata. Sonriendo satisfecha consigo misma, iba a dar la vuelta cuando un golpe en la puerta la devolvió al estudio. Se dirigió hasta su escritorio y encendió el candelero. Segundos después un sujeto menudo rodó por el suelo hasta chocar contra una silla. Detrás venía Víktor, su mano derecha: un ho

El viejo crujiente y salado - Ryan I. Ralkins

  Canta, oh musa, sobre Kelvin el viejo crujiente y su sal, Canta sobre sus desvaríos y su mala suerte, Tan increíble, tan fuerte He aquí su comenzar, Dicen que afrodita nació del mar, concretamente de su espuma Mientras que Kelvin se formó de la sal, de esto no quedaría ninguna duda Si la mitología griega fuera real.   En su juventud se le cruzaron gatos negros por el camino, Pasó debajo de innumerables escaleras, Rompió espejos sin dolor ni pena, Por eso ahora la mala suerte controla su destino.   La mala suerte y la desdicha van a su lado Como Fobos y Deimos acompañan al dios de la guerra, Qué maldita suerte tan perra, Solo una musa le lleva de la mano, Diciéndole al oído que escriba sus tragedias, Como si se tratara de una gran epopeya griega, Que no se compara al rescate de los griegos por Helena En la caída de la gran Troya.   ¿Cambiará algún día su suerte? ¿Podrá endulzarse su vida? ¿Encontrará la salida a tanta salaera? ¿O segui

Las Alas del Miedo

  Esa tarde era apacible: un poco más calurosa que los días anteriores pero no tanto como una tarde típica en la isla. El sol se estaba poniendo en el horizonte y los últimos pájaros volaban de vuelta a sus nidos. La carretera estaba casi desierta. Mariana Fernández iba guiando en silencio. En el asiento trasero del vehículo iba su hijo, Jacob. Habían salido de paseo esa tarde y había aprovechado para comprarle la última consola de videojuegos portátil por haber sacado buenas notas en la escuela. Iban de regreso a su casa cuando se encontraron con un reten. Al parecer estaban buscando dar boletos por marbetes o cualquier otra infracción que pudieran notar. Delante y en fila había unos seis autos. Tres policías atendían el reten: uno hablaba con los conductores y dos vigilaban. —Espero que se den prisa —comentó Mariana. Miró por el retrovisor y vio a su hijo jugando con la consola—. ¿No te mareas, cariño? —No, mami —respondió el sonriendo. Siempre le hacía gracia esa pregunta. M

Mordida

                 Ese día todo parecía estar en orden en la pequeña oficina de vigilantes de recursos naturales, ubicada en el barrio Arenal, al sur mismo de San Vasco. Esa área era la más silvestre de todas ya que allí ubicada un bosque que abarcaba varias millas extendiéndose hacia el sureste.             —¿Y qué has hecho con la amiga? ¿Le hablaste? —preguntó Juliana rompiendo el silencio.             John levantó la mirada.             —No, todavía no.             Juliana arqueó las cejas y dejó a un lado su hamburguesa.             —Si no lo haces pronto se te pueden adelantar.             —Lo sé, pero no es algo fácil de hacer.             Juliana, que estaba bebiendo agua en ese momento, por poco se ahoga.             —Es muy fácil de hecho —dijo mientras se levantaba y botaba los restos de comida a la basura—. Lo que pasa es que te falta calle…y huevos.             —Segunda persona que me lo dice lo de la calle y primera que me dice de los huevos.            

Regreso

                 José despertó justo a tiempo de escuchar al capitán del avión anunciar que aterrizarían pronto. Se restregó los ojos y bostezó hasta que le dolió la quijada. Al mirar por la ventana pudo ver los edificios a la lejanía y las autopistas bastante concurridas. San Vasco se había convertido en una ciudad bastante importante en apenas 10 años. Lo cual era el tiempo exacto que había planeado estar fuera.             «Y por culpa de aquella loca tuve que regresar» pensó mientras se abrochaba el cinturón.             El avión comenzó a bajar poco a poco hasta que al fin tocó suelo y hasta que no se detuvo, mantuvo sus manos tensas, aferrándose al asiento. Apenas dijeron que podían levantarse, respiró aliviado. Dio un trago a la botella de agua que sacó de su mochila y luego encendió su teléfono.             Una hora después estaba saliendo del aeropuerto.             —¿Dónde estará este infeliz?—se dijo mientras llamaba por teléfono.             En ese momento pasó u