Las Alas del Miedo

 

Esa tarde era apacible: un poco más calurosa que los días anteriores pero no tanto como una tarde típica en la isla. El sol se estaba poniendo en el horizonte y los últimos pájaros volaban de vuelta a sus nidos. La carretera estaba casi desierta.

Mariana Fernández iba guiando en silencio. En el asiento trasero del vehículo iba su hijo, Jacob. Habían salido de paseo esa tarde y había aprovechado para comprarle la última consola de videojuegos portátil por haber sacado buenas notas en la escuela. Iban de regreso a su casa cuando se encontraron con un reten. Al parecer estaban buscando dar boletos por marbetes o cualquier otra infracción que pudieran notar. Delante y en fila había unos seis autos. Tres policías atendían el reten: uno hablaba con los conductores y dos vigilaban.

—Espero que se den prisa —comentó Mariana. Miró por el retrovisor y vio a su hijo jugando con la consola—. ¿No te mareas, cariño?

—No, mami —respondió el sonriendo. Siempre le hacía gracia esa pregunta.

Mariana lo miró unos segundos más, sonrió y dirigió su atención al frente. El primero de los conductores había salido. Se movió un poco más y se detuvo a esperar. «Es un buen niño. Lástima que su padre nunca ha estado presente», pensó, intentando que no se le salieran las lágrimas.

Cuando al fin le llegó el turno, el policía le pidió su licencia y el registro, aunque lo hizo después de mirarle el escote durante unos segundos. Ella era consciente de que al llevar ese traje rojo y ajustado atraería bastante la atención de los hombres. Sonrió cuando le entregó la licencia y el registro al policía, quien apartó la mirada deprisa.

—Todo en orden, puede… —dijo el policía pero se quedó en silencio. Un rugido retumbó entre los árboles que se encontraban a ambos lados de la carretera.

Los policías se miraron unos a otros, nerviosos. Desenfundaron las pistolas y les quitaron el seguro. Entonces Mariana sintió un miedo repentino. Se quedó quieta con las manos sobre el volante, apenas respirando. Jacob abrió la boca pero no emitió sonido alguno. Tan solo se limitó a quedarse quieto, mirando hacia adelante. De repente los policías apuntaron al cielo y comenzaron a disparar. Una sombra cayó pesadamente en la calle y con un coletazo le dio a un guardia en las costillas y lo lanzó contra su patrulla.

Mariana no podía creer lo que estaba viendo. Los demás conductores encendieron sus autos y se alejaron a toda velocidad, manejando hasta por la hierba; hacían todo lo que fuera por alejarse de allí. Todos se fueron excepto ella y los policías. Uno de ellos estaba en el suelo, al parecer inconsciente. Los otros le apuntaban a la criatura, sin disparar o moverse pero sin apartar la vista de ella.

            Se quedaron en silencio, mirándose. La gárgola, con las manos y alas extendidas, movía la cola como si fuera un látigo. Los policías dispararon pero la gárgola demostró ser más rápida: los derribó de varios zarpazos. Mariana no pudo más y encendió el auto. Quitó la emergencia, puso el cambio en reversa y pisó el acelerador hasta el fondo. La gárgola la observó; los ojos rojos brillando malévolamente y extendiendo las alas, alzó el vuelo persiguiendo el Nissan Altima Negro.

—¡Mami! —Exclamó Jacob mientras miraba por el cristal de atrás.

La gárgola voló bajo, yéndose a la par con el auto. Mariana no pudo evitar mirar hacia el lado. El cuello alargado y la cabeza brillaban de un color negro verdoso. Los ojos rojos parecían ser de fuego. Los dientes afilados y blancos se veían entre el hocico entreabierto. Chorreaba sangre de su boca.

Intentó manejar más deprisa pero la gárgola golpeó el vehículo, abollando la puerta y haciéndole perder el control un poco. Jacob gritaba. La gárgola se alejó y se lanzó de nuevo para volver a golpear el auto pero entonces Mariana frenó. El auto hizo un chillido aterrador y se barrió por varios metros pero la gárgola siguió volando y chocó contra un árbol. Dio varias vueltas y cayó al suelo. Al ver que se movía, puso la reversa. Se alejó unos metros en línea recta y luego aceleró. «Maldita criatura», pensaba a la vez que sentía una furia repentina que le había quitado un poco de su miedo.

Entonces, justo cuando la iba a atropellar, la gárgola saltó y se trepó encima del bonete. Echó la cabeza hacia atrás y golpeó el cristal como un ariete, astillándolo. Mariana y Jacob gritaron al unísono. Al frenar logró que la gárgola cayera de nuevo en la carretera pero esta  se levantó enseguida y rugió de forma tan sonora que les paralizó al instante. Tan solo alcanzaron a taparse los oídos.

            «¡Dios mío, ayúdanos!», pensaba Mariana mientras sentía las lágrimas calientes descender por su rostro. Jacob ahora estaba callado. «Tengo que hacer algo».

            La gárgola se acercaba en silencio. El corazón le latía deprisa y el miedo aumentaba ante cada paso.

            —¡Hoy no moriré, maldita criatura! —gritó y volvió a pisar a fondo el acelerador, yendo de frente a un encuentro con la muerte.

 

Comentarios

Entradas populares de este blog

El entierro - por Kelvin I. Márquez Traverzo

El asunto Tani - por Kelvin I. Márquez Traverzo

Helena Montés - Por Kelvin I. Márquez Traverzo