Mordida

 

            Ese día todo parecía estar en orden en la pequeña oficina de vigilantes de recursos naturales, ubicada en el barrio Arenal, al sur mismo de San Vasco. Esa área era la más silvestre de todas ya que allí ubicada un bosque que abarcaba varias millas extendiéndose hacia el sureste.

            —¿Y qué has hecho con la amiga? ¿Le hablaste? —preguntó Juliana rompiendo el silencio.

            John levantó la mirada.

            —No, todavía no.

            Juliana arqueó las cejas y dejó a un lado su hamburguesa.

            —Si no lo haces pronto se te pueden adelantar.

            —Lo sé, pero no es algo fácil de hacer.

            Juliana, que estaba bebiendo agua en ese momento, por poco se ahoga.

            —Es muy fácil de hecho —dijo mientras se levantaba y botaba los restos de comida a la basura—. Lo que pasa es que te falta calle…y huevos.

            —Segunda persona que me lo dice lo de la calle y primera que me dice de los huevos.

            —Y no seré la última, tenlo por seguro.

            Guiñó un ojo y se dirigió hasta su cubículo, riéndose a toda voz. John bufó y buscó su teléfono. Fue hasta la galería y comenzó a ver las fotos que tenía con ella. Eran amigos desde hace mucho tiempo. Se conocían de niños y desde siempre la había amado. «Ella debe saberlo», pensaba mientras miraba todas sus fotos, recostándose en su silla. Vagamente escuchó el sonido del teléfono sonar. Juliana fue a contestar. Vio como colgaba deprisa y se dirigía hasta el.

            —Tenemos un avistamiento de una cobra en una casa. Vamos, te hará bien despejarte la mente un poco.

            —No tengo ánimos de verdad. ¿No podemos enviar a García? —protestó mientras se ponía en pie.

            —Negativo. Date prisa que hay vidas en peligro.

 

            Ese día había comenzado bastante caluroso pero al mediodía el calor era insoportable. La humedad estaba tan alta que en apenas unos minutos ya las camisas se les pegaban a la espalda. No soplaba ni una sola ráfaga de viento. Al menos el calor alejaba a las personas de estar fuera de sus casas pero aun así era un fastidio dejar el fresco de las oficinas con su aire acondicionado.

            Cuando llegaron a la casa vieron que tenía su marquesina a la izquierda. La casa misma era sencilla: su balcón justo enfrente, dos sillas plásticas y la puerta de madera justo a la derecha. Las ventanas estaban abiertas. Frente a la casa estaba la dueña: era una señora que aparentaba los 60 años. Hablaba con una tipa delgada, de pelo rubio y mirada enojada que mascaba de forma parecida a los camellos. Tenía las cejas tatuadas.

            «Lo más seguro esa la soltó. Nunca se puede confiar en una mujer que se tatúa las cejas» pensó mientras Juliana se estacionaba.

            Apenas los vieron llegar corrieron hacia ellos.

            —Ay Dios mío, gracias a Dios que vinieron. Esa cosa me tiene loca.

            —¿En dónde está? —preguntó Juliana apenas bajó del auto.

            —En la marquesina, junto al carro.

            —Vamos a buscarla entonces. Manténganse lejos —dijo Juliana mientras John buscaba en el maletero una caja de plástico y una vara especial para capturar serpientes.

            —Si, si, vayan mijos. Dios los bendiga.

            —Atrapen a esa culebra hija de puta —dijo la flaca y escupió un poco de tabaco.

            Ignorando ese último comentario, y aguantando la risa lo más que pudieron, ambos se dirigieron hasta el área donde estaba la supuesta cobra. Una transmisión oxidada estaba tirada en el suelo junto a varias cajas de herramientas. Un par de mesas soportaban el peso de un motor desmontado: con las patas tan torcidas que parecía cosa de magia. El suelo estaba negro de tanta grasa y en algunos sitios había varias manchas de aceite. El auto, un Corolla del 95 color verde, tenía el bonete abierto. Las puertas y ventanas estaban cerradas.

            «Al menos no está dentro», pensó John mientras daba un vistazo debajo del auto. Llevaba  una pequeña linterna con la que alumbraba el recinto.

            —¿La vez?

            —Todavía no pero creo que la vara no servirá. No hay espacio —dijo John. Dejó la vara encima del maletero del Corolla y se dirigió hasta el interior—. Deja la caja abierta y coge la vara o la red. Intentaré atraparla.

            —Te va a morder —le advirtió Juliana.

            —No creo, tengo reflejos de mangosta.

            John se adelantó alumbrando cada rincón hasta que al fin dio con la serpiente. La encontró enrollada junto a unas latas de pintura. Estimó que media al menos cuatro metros de largo. Era de un color marrón tirando a negro en algunos puntos. Al mirarla a los ojos sintió un escalofrío que le recorrió la espalda.

            «Tengo un mal presentimiento», pensó mientras agarraba un palo de escoba y se dirigía a la serpiente.

            —Bien amiguita, no te haré daño. Ven con calma, tranquila.

            En un principio la serpiente se movió, intentando alejarse de John. Y fue en ese momento cuando todo se fue a la mierda pues John  percibió que se metería debajo de unos armarios y para que no hiciera eso, la agarró por la cola.

            La cobra se giró y extendiendo su característica capucha se lanzó siseando contra su mano. La esquivó por poco pero al dar unos pasos atrás tuvo que soltarla y resbaló en un charco de aceite. Intentó mantener el equilibrio pero solo empeoró la situación y terminó cayendo de espaldas en el suelo. Y por si eso fuera poco, apenas estaba intentando levantarse cuando la cobra se lanzó de nuevo al ataque. Se arrastró como pudo, pateando y esquivando cada embate hasta que llegó hasta la salida. Juliana corrió con la red en la mano para intentar capturarla pero la cobra logró morder a John en el antebrazo izquierdo.

            —¡Ostia! —gritó John y la sujetó por la cabeza.

            —¡Trae la caja, Juliana!

            La metieron enseguida en la caja y cerraron la tapa. John cogió la vara y la red y las llevó hasta el auto, mientras Juliana guardaba la caja en el asiento trasero. Encontró un trapo con el que se envolvió la herida.

            —Llévame al hospital que me mordió —dijo John retirando el trapo y mirando el lugar de la mordida. La sangre estaba brotando de forma preocupante y ya le empezaba a hormiguear alrededor de la herida.

            —Y eso que tenías reflejos de mangosta —dijo Juliana riéndose mientras arrancaba deprisa.

            —Después de la mata que me di, mis reflejos mangostinos se fueron al mismo carajo—comentó John. Sacó de su bolsillo un pañuelo y se secó la frente—. Están empezando los síntomas. Veo borroso.

            Juliana agarró el celular y llamó al hospital. Luego activó el altavoz y dejó el teléfono en su regazo.

            —Aquí el hospital municipal de San Vasco, ¿en qué podemos ayudarle?—dijo la secretaria de forma automática.

            —Tengo un agente de recursos naturales que fue mordido por una cobra. Vamos camino al hospital. Tengan los antídotos listos —dijo Juliana.

            Fue lo último que escuchó John antes de comenzar a sentir frío y perder el conocimiento.

           

 

Comentarios

Entradas populares de este blog

El entierro - por Kelvin I. Márquez Traverzo

El asunto Tani - por Kelvin I. Márquez Traverzo

Helena Montés - Por Kelvin I. Márquez Traverzo