La voz del mar - Ryan I. Ralkins

 

            «El mar…ante el rugido de sus olas no pudo evitar pensar: ¿Por qué tanto estruendo me da tanta paz? Un segundo de respirar el aire puro, dos segundos de ver la espuma sobre las olas galopar cual caballos hacia la orilla, deseosos de correr aún más allá. Quizás si viviera cerca no lo añoraría tanto. ¡Y pensar en el miedo que siento de tan solo imaginar ser cubierto bajo esas olas! No puedo creer que esté llorando. Tan intensa es la alegría que siento al observar la inmensidad de ese abismo azul. Quizás estoy loco pero últimamente me parece escuchar la llamada del mar. Y esa llamada tiene voz de mujer».

            Esos eran sus pensamientos una tarde en la que llegó, como de costumbre, faltando  media hora para la puesta del sol. Era el momento que más admiraba por la paleta de colores que se dibujaba entre el cielo y el agua, fundiéndose en el horizonte en tonos anaranjados y rosas tan extraños. Pero esa tarde no era igual que las demás pues en el lugar donde acostumbraba ver el mar se encontraba una muchacha. Llevaba puesto un jean corto que dejaba al descubierto gran parte de sus muslos. Una blusa blanca sin mangas y unas chancletas completaban su atuendo. Llevaba recogido su cabello castaño en una larga trenza.

            —¡Hola! —saludó ella, un tanto emocionada, apenas él se acercó.

            —Hola —respondió él, intentando ocultar su enojo.

            —¿Te molesta si te acompaño hoy?

            Ante su pregunta un leve sentimiento de culpa le asaltó. En realidad si le molestaba pero no por alguna razón de peso. Si no que en esos momentos prefería estar solo y divagar en nuevas ideas que usaría algún día... quizás.

            —No, no, para nada —respondió, pensando que no pasaría nada por tener compañía durante una tarde al menos.

            La muchacha sonrió y volvió su mirada al mar. Un par de pelicanos se abalanzaron hacia el agua, luego de planear con gracia unos instantes. Las olas ese día parecían más intensas que de costumbre.

            —Es hermoso —comentó ella en voz baja.

            Él asintió. El sonido de las olas se escuchó ahora con más claridad que antes debido al repentino silencio. Una breve mirada hacia atrás le hizo descubrir que los grupos de personas comenzaban a retirarse después de haber pasado un largo día de playa.

            —Me llamo Niena.

            —Edward —se presentó él. La sonrisa asomó de nuevo en el rostro de Niena.

            —Mucho gusto, Edward.

            Y al verla sonreír, Edward no pudo evitar devolverle la sonrisa. Volvieron a quedarse en silencio hasta que el sol comenzó a desaparecer en el horizonte y para cuando lo hubo hecho, el hechizo pareció romperse. Durante unos instantes ambos se quedaron desconcertados, sin saber muy bien qué hacer. Poniéndose en pie y sacudiéndose la arena, se despidieron dirigiéndose en dirección contraria. Mientras caminaba, Edward volteó a mirar atrás y descubrió que ella también lo miraba.

            —Nos vemos mañana —le gritó Niena y él se sorprendió al darse cuenta de que estaba asintiendo.

           

            Cuando regresó a la tarde del día siguiente, Niena ya estaba allí. Llevaba ese día el cabello recogido en una coleta, una blusa azul celeste y otro jean corto, esta vez blanco. Apenas le vio, una sonrisa iluminó su rostro. Esa vez hablaron bastante rato mientras aguardaban la puesta del sol, para la que faltaba poco menos de una hora.           

            —Te he visto venir aquí todos los días —comentó ella.

            —¿En serio?

            —Sí. Desde mi casa —respondió, señalando una casa que se alzaba en una pequeña colina, a una veintena de metros de donde estaban—. En un principio me parecía normal pero vi que nunca faltaste durante meses y sentí curiosidad.

            —Ya veo.

            —Discúlpame si te molestó.

            —No, tranquila —se apresuró a decir Edward—. Es solo que no estoy acostumbrado a despertar curiosidad en nadie.

            —Que tú sepas —dijo ella volviendo a sonreír.

            Ante su sonrisa los nervios le atacaron y para distraerse, Edward tomó una concha del suelo y la observó con interés para luego lanzarla hacia la arena.

            —Quizás —dijo al fin, sintiendo que Niena no apartaba la mirada de él.

            —¿Quieres saber el motivo por el cual vengo aquí? —susurró Niena, tomándole la mano justo después de acercarse más.

            —Si quieres decirme, adelante.

            —En un principio fue por curiosidad. Me preguntaba por qué razón venías todos los días a observar el atardecer. Hasta que yo misma lo observé. En ese instante percibí que había cierta paz en ese increíble suceso de la naturaleza. Y entonces comencé a venir todas las tardes aunque me quedaba lejos hasta…—dijo Niena.

            —Hasta ayer —terminó Edward y ella asintió.

            —Sí, hasta ayer.

            Niena se llevó las manos al rostro y se secó una lágrima solitaria. Al notarlo, Edward se removió incomodo. La entendía a la perfección porque él había sentido exactamente lo mismo durante un tiempo.

            —¿Y cuál es tu razón? —preguntó ella, sacándolo de sus pensamientos.

            —No te lo puedo decir porque si lo hiciera no volverías a hablarme nunca.

            —¿Cómo puedes estar seguro?

            —Porque verás mi realidad y sabrás a ciencia cierta que soy un cobarde —dijo en un susurro.

            —¿Y si no volviera a hablarte por no decirme? —preguntó ella, parándose frente a él.

            Se movió tan rápido que Edward dio un respingo al verla a menos de un metro de distancia, con las manos en las caderas y un brillo extraño en sus ojos. Abrió la boca para decir algo pero la cerró al instante.

            —Esta bien, te lo contaré mañana —dijo al fin en voz baja.

            —¿Por qué mañana?

            —Porque así al menos podré verte un día más.

            Su respuesta tomó a Niena desapercibida. Sonrojándose, bajó sus manos.

            —Pues mañana será.

           

            Esa noche Edward no pudo conciliar el sueño. Temía la llegada del próximo atardecer. En un principio la presencia de Niena le molestaba pues le impedía concentrarse y divagar en el mar de pensamientos a los que estaba acostumbrado. Pero esos dos días le habían bastado para darse cuenta de que era alguien especial. Le tuvo aprecio en tan poco tiempo que la sola idea de no volver a verla le oprimía el corazón.

            Al llegar la mañana el cielo estaba gris y a eso del mediodía se desató una lluvia que nada debía envidiarle a un huracán. Hasta el viento le hacía compañía, provocando que las gotas de aguas picaran la piel como alfileres. El viento amainó a eso de las tres de la tarde y para las cinco un pálido rayo de sol se hizo hueco en el mar de nubes. Edward observó su aparición con el corazón latiéndole con fuerza. Minutos después llegó Niena. Llevaba el cabello suelto esa tarde.

            —Hola —saludó apenas llegó a su lado.

            —Hola.

            —Pensé que el sol no saldría hoy —le dijo ella al oído, mientras ambos se abrazaban.

            —Sí. Ha sido un día extraño.

            Volviendo la vista al mar, vieron en silencio como el sol se ocultaba. La brisa fresca y fría les helaba la piel pero ambos se quedaron allí, tomados de la mano, respirando profundamente.

            —Yo intenté quitarme la vida —dijo Edward al cabo de un rato. Niena abrió los ojos como platos.

            —¿Por qué?

            —Me sentía tan vacio que cada minuto era una tortura. La situación llegó a tal punto que pensé que nada valía la pena y un día me decidí y… —su voz se quebró y se restregó los ojos. Apenada, Niena le abrazó—. Cuando desperté, seguía con vida en el hospital. Dios me dio una oportunidad, al parecer.

            —¿Cómo ha sido?

            —Difícil. Todas las mañanas me asaltaban pensamientos suicidas. Luego me preguntaba la razón por la que Dios me dio otra oportunidad. Hasta que un día escuché el llamado del mar y esos pensamientos cesaron —continuó Edward.

            —¿Cómo que el llamado del mar?

            —En mis sueños veía el mar y escuchaba la voz de una mujer llamándome desde las olas —respondió Edward, mirándola a los ojos—. Y ayer me di cuenta de que esa voz era tuya.

            Niena abrió más los ojos, que brillaron con intensidad. Y aunque Edward no tenía la capacidad de aguantar mucho tiempo el mirar a alguien a los ojos, soportó la mirada perdiéndose en el castaño más hermoso que había visto en su vida.

            —No sé qué decir ante eso —dijo ella, sonriendo nerviosa.

            —No tienes que decir nada. Al contrario, soy yo quien debo decirte a ti muchas gracias —replicó Edward.

            —Volveré aquí todas las tardes y hablaremos hasta la puesta del sol —dijo Niena mientras ambos volvían a fundirse en un abrazo.

            —Trato hecho —dijo Edward y antes de que pudieran separarse, Niena le dio un breve beso en los labios y levantándose deprisa, corrió hacia la colina donde estaba su casa mientras él la observaba con el corazón latiéndole a toda velocidad y una alegría que a duras penas podia contener.

           

            Cuarenta años han pasado desde ese primer beso. Sentado a la mesa, Edward observaba los restos de la avena que aún quedaban en el plato. Una taza de café ya vacía estaba justo al lado y detrás de la taza, un sobre amarillo bastante grande. Se levantó con lentitud debido al intenso dolor de espalda que le aquejaba. Fue hasta su cuarto y se puso su abrigo favorito: era uno color gris, con capucha. Lucia bastante gastado por el tiempo y tenía pequeños agujeros en las mangas. Al tocarlo no pudo evitar sonreír a la vez que se le escapaba una lágrima. Ese fue el primer regalo que Niena le dio.

Minutos más tarde cerró la puerta después de dar un vistazo por la casa, yendo habitación por habitación. Pensó en sus hijos, quienes vinieron a verlo la noche anterior.

«Estarán bien. Sé que si».

Ayudándose de su bastón, se dirigió hasta la carretera y echó a andar rumbo al pueblo. Varias personas conocidas, que lo veían todas las tardes cuando tomaba ese camino, se ofrecieron a llevarlo pero él rechazó cada ofrecimiento con una sonrisa en su rostro. Una vez llegó al pueblo, a eso de las diez de la mañana, fue directo hacia su destino: el cementerio. Y una vez allí, se detuvo ante la lápida que señalaba la tumba de Niena. Apenas la vio, soltó el bastón y cayó de rodillas y sin importarle que le escucharan, lloró. Lloró hasta que ya no tuvo más lágrimas para derramar. Las horas pasaron con lentitud pero él solo tenía ojos para ese pedazo de cemento gris. Observó los ramos de flores ya marchitas que él le llevaba todos los días. Ese día no le llevó ninguna.

—Hoy no te traje flores porque pronto estaré contigo. Lo siento en mis viejos huesos. Mi corazón lo sabe y la vida me abandona a momentos desde que te fuiste —dijo con voz entrecortada y acercándose a la lápida, puso su mano sobre ella—. He escuchado tu voz esta mañana, igual que antes. Desde que te fuiste no he vuelto a mirar el atardecer. Pero hoy lo veré una última vez.

Cuando se hicieron las tres de la tarde, se levantó y tomando su bastón, se dirigió de regreso al pueblo. Apenas le quedaban fuerzas para caminar pero estaba decidido a no perder ni un segundo de su valioso tiempo y a eso de las cinco y media llegó a la playa. Allí estaba la piedra donde Niena y él tenían por costumbre sentarse a ver el atardecer. El lugar parecía tan diferente a como era años atrás. Más casas y menos naturaleza pero el mar y el cielo eran los mismos. Se dejó caer sobre la piedra y cruzando las piernas, suspiró a la vez que cerraba los ojos, sintiendo la suave brisa del mar que le revolvía el cabello.

—Llegaste —dijo entonces una voz y al abrir los ojos vio a Niena dirigiéndose hacia él desde la playa. Pero volvía a ser joven de nuevo y llevaba el cabello amarrado en una trenza, igual que el primer día que la vio.

—¡Niena! ¡Oh, Niena! ¡Qué alegría volver a verte! —exclamó Edward sonriendo y sintiéndose joven de repente, corrió hacia ella.

—Escuchaste mi voz. Pensé que no la escucharías —dijo ella sin poder ocultar su alegría, mientras ambos se abrazaban con fuerza.

—Esta mañana, en mi último sueño te escuché —dijo él y señaló al mar—. Desde que te fuiste no había vuelto a mirar un atardecer aquí.

—Lo sé.

Ambos se quedaron de pie, tomados de manos mientras el sol se hundía lentamente en el horizonte. El color anaranjado se reflejó en el agua de una manera tan espectacular que Edward no recordaba haber visto nunca un atardecer tan hermoso.

—Es hora de irnos.

—¿Irnos? —preguntó él sin comprender.

            Niena le sonrió y con la cabeza señaló hacia atrás. Al mirar hacia la piedra se vio a sí mismo viejo y pequeño, sentado con las piernas cruzadas, la cabeza caída sobre el pecho y el fantasma de una sonrisa en sus labios. A su lado estaba el bastón. Los mechones de cabello gris lanzaban pequeños destellos anaranjados en la creciente oscuridad.

            —¿A dónde vamos?

            —Dios te dio una oportunidad —respondió ella y sonrió—. Ya lo verás.

Comentarios

Entradas populares de este blog

El entierro - por Kelvin I. Márquez Traverzo

El asunto Tani - por Kelvin I. Márquez Traverzo

Helena Montés - Por Kelvin I. Márquez Traverzo