Un as en la manga - por Kelvin I. Márquez Traverzo
Era ya avanzada la noche cuando Edgar Mills entró en su taller y vio que
lo esperaba una mujer. Iba vestida con un traje verde y se movía con gracia, observando
todas y cada una de las herramientas. Su cabello, de un rojo tan intenso que
parecía sangre, le llegaba a la cintura. Edgar carraspeó. La mujer dio un
respingo y se volvió hacia él.
—¡Señor Mills! Siento
mucho la intrusión —dijo a la vez que dejaba una lámpara de aceite sobre la
mesa.
—¿Qué hace usted aquí?
—Necesitaba saber si
podría afilar este cuchillo —respondió la mujer, sacando un cuchillo de una
vaina que llevaba en la cintura. Medía más o menos unas doce pulgadas y en su
hoja había unos símbolos muy parecidos a runas. Engastado en la empuñadura, un
rubí hacía juego con el cabello de la mujer.
—¿De dónde lo sacó?
—preguntó con un hilo de voz, sin apartar la mirada del cuchillo.
—Lo heredé de mi padre.
Edgar pasó el pulgar
por la hoja. La sangre manó enseguida.
—No necesita afilarse
—dijo y se lo devolvió.
—¿Está seguro?
Edgar asintió y fue
hasta la mesa mientras la mujer regresaba el cuchillo a la vaina. Media docena
de cuchillos estaban colocados en orden de mayor a menor. Un libro yacía
abierto junto a un tintero. Buscaba una pluma cuando se fijó en una botella de
vino y dos copas que no reconocía.
—¿Y eso? —preguntó
señalándolas.
—Es parte de mi pago
por su ayuda —respondió la mujer.
Edgar la miró a los
ojos, tan verdes como su vestido. Cada segundo que pasaba le parecía más
hermosa aunque algo en ella le aterraba. Pensó echarla de su taller pero se
arrepintió casi al instante. Si lograba que bebiera de la botella quizás podría
quitarle ese traje. Solo Dios sabía que llevaba años sin estar con una mujer
decente y más si era joven. Pensar en sus cálidos pechos y su cintura delgada
le provocó una erección que intentó disimular sentándose en el taburete detrás
de la mesa.
—Muy bien —dijo,
inclinándose hacia adelante—. Pero beberás tú primero.
La mujer, con ambas
copas llenas en mano, arqueó las cejas.
—¿Cree que envenené el
vino, señor Mills?
Edgar no respondió
enseguida. Agarró la copa que la mujer le daba pero no bebió.
—El veneno es el arma
perfecta de una mujer —dijo al fin, sonriendo.
Ante sus palabras ella
soltó una risita y bebió de la suya hasta dejarla vacía. Luego se dio la vuelta
y procedió a llenarla de nuevo. Edgar la miraba ensimismado.
—Aún no me dice su
nombre, señorita.
—Me parece que usted ya
lo sabe —respondió ella con voz alegre—. ¿Se encuentra bien?
—Sí…sí, estoy bien
—respondió Edgar. Intentó levantarse pero sus piernas apenas respondían. Le
costaba respirar—. ¿Qué me hiciste?
—¿Yo? Nada.
Edgar la miró
desconcertado. Aunque comenzaba a nublársele la vista, vio que la mujer sacó un
sobre de un pliegue del vestido y lo dejó sobre el libro. Un escalofrío le
recorrió la espalda. Reconocía ese sobre. Tenía escrito su nombre en tinta
negra. Volvió a mirarla pero ella ya no sonreía.
—¡La hija de Jacques!
—balbuceó. Agarró el cuchillo más cercano pero tropezó y cayó de bruces al
suelo.
—¿Creíste que no te
encontraría? —dijo la mujer—. ¿Creíste que Constance Drake permitiría vivir a
los asesinos de sus padres?
Haciendo un último
esfuerzo, Edgar se incorporó. La cabeza le daba vueltas y estaba cubierto de
sudor.
—Nunca pensé que este
día llegaría —dijo—. No te saldrás con la tuya, Constance.
Lady Constance soltó
una carcajada.
—Ya lo estoy haciendo.
Solo eres el tercero que cae —dijo ella, mostrándole un par de sobres más.
Fue lo último que Edgar
Mills vio.
Lady Constance fue
hacia la puerta. Al abrirla, una corriente de aire frío le hizo temblar. Iba a
salir pero se detuvo. «Mejor que parezca
un incendio», pensó mientras derramaba aceite en el suelo y lanzaba una de
las lámparas. Las llamas cobraron vida al instante. Sin quedarse a mirar como
devoraban todo, cerró la puerta y se alejó.
«Acertaste Mills: el veneno es el arma perfecta de una mujer »
pensó mientras acariciaba la empuñadura de su cuchillo.
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